sábado, 19 de junio de 2010

Adiós maestro Saramago


"Enloquesido, atropellando a quien apareciera ante él, derribando tenderetes de pajareros y hasta la mesa de un cambista, casi sin oír los gritos furiosos de los tratantes del templo, José no tiene otro pensamiento que el que le van a matar a su hijo, y no sabe por qué, dramática situación, este hombre ha dado vida a un niño, otro se la quiere quitar, y tanto vale una voluntad como otra, hacer y deshacer, atar y desatar, crear y suprimir. Se detiene de pronto, se da cuenta del peligro que corre si sigue en esa carrera enloquesida, pueden aparecer por ahí los guardias del Templo y detenerlo, gran suerte, inexplicable, es que aún no hayan acudido atraídos por el tumulto. Entonces, disimulado como puede, como piojo que se acoge a la protección de la costumbre, se fue metiendo ante la multitud, y en un instante volvió a ser anónimo, la diferencia era que caminaba un poco más de prisa, pero eso, en medio de aquel laberinto de gente, apenas se notaba. Sabe que no debe correr hasta que no llegue a la puerta de la ciudad, pero le angustia la idea de que los soldados puedan estar ya en camino, armados terriblemente de lanza, puñal y odio sin causa, y si por desgracia van a caballo, trotando camino abajo, quién los alcanzará, cuando yo llegue mi hijo estará muerto, infeliz pequeño, Jesús de mi alma, ahora, en este momento de la más sentida aflicción, entra en la cabeza de José un pensamiento estúpido que es como un insulto, el salario, el salario de la semana, que va a perderlo, y es tanto el poder de las viles cosas materiales que el acelerado paso, sin llegar al punto de detenerse, se le retarda un tanto, como dando tiempo al espíritu para ponderar las probalidades de reunir ambos beneficios, por así decir la bolsa y la vida. Fue tan sutil y mezquina la idea, como una luz velocísima que surgiera y desapareciese sin dejar memoria imperativa de una imagen definida, que José ni vergüenzá llegó a sentir, ese sentimiento que es, cuántas veces, pero no las suficientes, nuestro más eficaz ángel de la guardia".

Extracto de la novela El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Premio Nóbel de Literatura 1998. Escritor universal. Portugués de extraordinaria lucidez, maestro de lo fantástico, crítico de la decadencia contemporánea, preocupado por la actitud, por el minuto necesario para la eternidad. Saramago era el ser humano consciente de sus reflexiones, de sus cegueras.

El Evangelio según Jesucristo es eso, una versión propia del evangelio católico, pero humanamente cuestionable. Leerlo es como leer su pensamiento mientras escribe, siempre sin guiones para los diálogos, una lectura que se hacía siempre interminable con el narrador siempre tan sensato. Lo empecé a leer justo con el título ya mencionado. Fue lo más fascinante para un aprendiz que luego, el Ensayo sobre la lucidez -sobre cómo darle un escarmiento a la mala política, al menos desde el ángulo literario-, y el Ensayo sobre la ceguera, nos sucumbieron a unos amigos míos -y al que escribe-, en ese eterno pensamiento del qué pasaría, esa tremenda interrogante que uno se cuestionaba de joven cada vez que pensó en las mil formas de cambiar el mundo. Allí apareció B. un día con La balsa de piedra. La península ibérica se había convertido en eso, en una isla flotante que recorría los continentes. A quién más podía ocurrirle esto. ¿Qué pasaría si una parte de un continente se quebrara y comenzara a navegar estacionándose un tiempo en uno y otro lugar?

José Saramago fue siempre sencillo, se admiraba de la cantidad de gente que iba a escucharlo cuando era entrevistado. Siempre hablaba de su abuelo, de sus orígenes. Sus padres fueron gente pobre, por ello, como su biografía hace eco: a los 12 años se inscribió en la escuela industrial, como sus padres no pudieron pagarle los estudios debió dejar la escuela y trabajar en una herrería, aunque continuó como lector voraz por su cuenta, gracias a las bibliotecas públicas. Más adelante pasó a trabajar como administrativo y en 1947 publicó su primera novela, Terra de pecado, que no tuvo éxito.

Durante los siguientes veinte años abandonó la literatura porque, según contó, no tenía nada para decir. "Y cuando no se tiene algo que decir, lo mejor es callar". Ese proceso, igualmente, le sirvió para aprender el oficio de periodista, crítico literario y traductor, tareas a las que recién en 1976 pudo dedicarse a tiempo completo.

Adios, maestro Saramago.

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