jueves, 3 de marzo de 2011

Insomnes reflexiones

Luego de algunos meses -estos últimos- de mundanos experimentos -planchando, lavando, quemando el arroz y bañando al perro- en el intento de habituarme a la rutina y el anonimato perpetuo, he terminado convencido de que la cosa no va para más. Primero porque me acabo de enterar que las medias de vestir no se planchan, que las planchas de la señora no se lavan, que el arroz se lava pero antes de cocinar, y que al pobre perro la ducha con detergente le inocula inmediatamente la huída despavorida del hogar. Por lo tanto, y al igual que las muchachas embarazadas por quinta vez, siento que no queda otro remedio que el regreso –claro, después de encontrar al perro y dejarlo hecho un anís para que la señora no nos mire con rabia-.


Es un regreso extraño.


Uno se queda pensando en las miles de dudas que le llueven peor que la lista de útiles escolares en estos días. Al final uno regresa con el rabo entre las piernas. Porque, ya había un libro por ahí, algunos cuentos, varios artículos desperdigados, alguna que otra idea que se va, viene y de nuevo se traspapela -y ahora más- entre cada recibo y nuevas obligaciones más enredadas que los tallarines de la abuela. Y siempre pasa que uno las acoge, luego las abandona. Se enamora tanto, regresa, se entrega y una vez en el espasmo de cerrar los ojos, de fluir alguna nueva idea, se vuelve a extraviar porque es como una maldición el no estar feliz si no es cerca, estar tan cerca o dentro de ella.


Es el mandato interior que Miguel Gutiérrez bien llamaba: Esto que tal vez nadie leerá. Porque fíjese usted; quién diablos le ordena a uno quedarse hasta las tres de la mañana escribiendo sobre un anciano filántropo que nadie conoce, o después de apagar el televisor, pensar en la triste evolución de la existencia que puede ser lo mismo referirse a su involución, porque el hombre mientras más avanza retrocede y mientras más retrocede también avanza. Cada paso hacia atrás le abre la visión de lo que tiene al frente y se siente más poderoso, y mientras más poderoso el hombre más débil es el ser humano. ¿A quién le importa esto? Seguro que a más de uno, y a uno también.


Le debe pasar a usted que todavía tiene la capacidad de sorpresa. Al mirar las atrocidades que el ser humano suele cometer debe sentir algo de repulsión por algunos de esos genes que nos multiplican. En qué clase de mundo o sociedad se quedarán los que nos suceden. Un padre desnaturalizado ultraja a su hija de apenas meses de nacida. Otro dispara y deja parapléjica a otra niña porque es simplemente un asaltante que su chamba es matar para vivir, y uno, como dice Sabines, que no tiene piel, se hiere, da vueltas -como el perro- sobre el mismo hecho ajeno y por más que se distancia, al final termina consumido por los hechos –ajenos-.


Por ejemplo, hoy de la nada me acaba de asaltar una lluvia casi apocalíptica. Puede parecer un tormento caminar así, enlodándose los zapatos y cada vasta del pantalón, con los hombros mojados. Claro, es agradable dejarse abrazar por la lluvia de vez en cuando. Pero de pronto me encuentro con miles de caracoles que aparecen para nadie al pie de los arbustos que rodean un parque, esos caracoles invaden las veredas solitarias, salen de sus escondites como apresurados, sin dejar rastro alguno y sin una dirección exacta. Se arrastran ciegos, lentos, moviendo, subiendo y bajando sus acuosas antenas, tan lentos que parecen detenidos desde mis ojos, pero se mueven en medio de un mimetismo grisáceo, oscuro, a la sombra.


Uno se detiene frente a ellas. Las observa. Algunas están molidas porque algún salvaje que pasó por ahí nunca se fijó en la danza de caracoles que se crujían debajo de sus pies. Es en esta calle, a la espalda y las dos laterales que bordean este parque. Por qué justo después de caminar ensopado por la lluvia uno se detiene a ver este cuadro invisible. Quién sabe. Deben ser los puchos de sorpresa que nunca se acaban. Uno regresa invadido por algún nuevo motivo para escribir. Se introduce en sus adentros. De pronto todo desparece, reina el silencio absoluto y luego no queda nada más que asumir la voluntad de los fantasmas interiores. Entonces uno no sabe qué puede suceder después. Más aún si de pronto, sobre la paz de la habitación, a mitad de la madrugada, en medio de la calma retumba una voz:


-Son las 3 de la mañana… a qué hora vas a apagar la luz!!!

-Si amor… ya voy.

Siempre hay algo que uno no entiende –como el alfabeto chino o la reelección de Burgos en San Juan de Lurigancho-. Y cada vez entiendo poco del alma humana. Basta con mirar las noticias en señal abierta. La televisión nacional en su naturaleza ya es una enfermedad que produce tupidés mental -porque nos dejan con el cerebro tan tupido que para salvarlo habría que taladrarlo con una broca de tipo excavación minera-. Especialmente los noticiarios matutinos, esos con los que uno termina formateándose el cerebro cada mañana convencido de que la vida vale menos que un tarro de leche vacío, y que zamparle un hachazo limpio al vecino del tercer piso que no nos deja dormir no sería mala idea.


Es un dilema dejarse llevar, arrastrarse a la sistemática función televisiva de los medios que más parecen un octavo. A uno se le carcome el cerebro porque al final sucede lo mismo que en la política donde el que tiene el deber de decir algo se calla. El que debe callar -tratándose de las sábanas del otro- lo dice. El que dice algo -necesario para desasnar la sociedad-, se queda, pero sin chamba -especialmente si trabaja para el canal del estado-. Y el que calla algo teniendo la obligación moral de decirlo a gritos de paciente de essalud, lo hace porque sabe que buscar trabajo en estos tiempos es prácticamente una lotería y que eso de asaltar bancos en Gamarra ya no es negocio.


Sin duda existen alternativas en cuestión de medios –que nos salen a mitad de precio-: la prensa escrita, el internet, mudarse a Suiza o esperar sin boleto en la cola de la reencarnación; pero como nada en este mundo es exacto puede que uno regrese convertido en mono y continúe haciendo payasadas -a la que estamos acostumbrados-, ya no desde una curul del Congreso, o desde una candidatura presidencial como la de Keiko Fujimori y su hermanito Kenyi –eso sin contar con el golpista Yoshiyama quien postula para vicepresidente- , pero sí desde una rama seca que es como va quedar nuestro cerebro.

Y es cierto.


La situación habrá cambiado como país, podremos estar mejor económicamente. La economía nada tiene que ver con el espíritu individual del ser humano. ¿Y a quién diablos le interesa el espíritu individual del ser humano, digo? Como alguna vez dijo Bejarano: Al final uno termina hablando como un loquito de algo que a nadie le interesa. El hombre ambiciona más por naturaleza, alcanza mayores cosas, se deslumbra con los números y se descontrola; se compara con un dios; pero desinformado también le dice adiós a su esencia, y qué es el hombre sin esencia humana; un animal más.



Gracias debemos darle al desodorante, al jabón, al cortaúñas y las máquinas de afeitar porque sin ellas seríamos los mismos cavernícolas de antes. Porque antes decir permiso era lo mismo que meterle un garrotazo en la nuca al que estaba adelante, o enamorar a una pariente de la mancha familiar era lo mismo que arrastrarla de los pelos hasta la cueva –y siempre, previo garrotazo en la nuca- y terminar preguntándose por qué no despertará la señora si sólo se le hizo cariñito. El antiguo homo erectus, salvaje por naturaleza, parece regresar por estos tiempos, y aunque algunos decidieron convertirse en homo sapiens y se respetan como tal hasta hoy, algunos han optado por meterse de lleno al homo sexualismo y andan por ahí besándose frente a la catedrales con el fin de provocar escándalos.


Por ejemplo, en la época de las cavernas al viejo nómade del sur le costó un ojo de la cara -y la pierna, un brazo, el medio cuerpo a veces- aprender lo que su colega del norte ya sabía. Que darse un paseíto por la zona de los pterodáctilos, tetradáctilos y gigantosaurios exigía mínimo una extremidad como peaje correspondiente.

El cavernícola sufría.


Se quejaba en la soledad de su mundo porque hacerle la guerra a un mastodonte de cuarenta metros de alto era terminar convertido en guano. Y así se pasó toda su vida, lamentando su destino mientras que sus colegas del norte ya habían inventado la rueda, los safaris en grupos de cien, los mamuts a la leña y hasta la comida congelada. Y él nunca se enteró; lo peor es que nadie se lo dijo. Y claro, como todo primitivo, además de desinformado tenía la cualidad de bestia. Por tanto cuando se enteró de los avances de la ciencia al otro lado del mundo ya tenía por lo menos las nociones de andar vestido sobre el pelaje y quinientos pedradas en la cabeza para aprender que cuando había sol debía quitarse la piel de mamut para no acabar con una escaldadura de los mil demonios. Y que cuando había hielo, debía forrarse con la misma piel de mamut si no quería morir de cólico y a la vez, provocarle un cólico de la patada al tiranosaurio que se lo empujaba como raspadilla.


Así también se extinguieron los dinosaurios; por desinformados.

Por eso es bueno saber –en plena era del internet- que sin alimento en el espíritu el hombre es más infeliz que el mono buscando semillas para la panza -y ya sabemos lo violento que es el monito cuando tiene hambre-. Allí la política no aporta; se trasunta en corrupción, en mal ejemplo, en ese individualismo cancerígeno del qué me importa; con las planillas doradas de algunos funcionarios del estado y las millonarias indemnizaciones por tiempo de servicios como la del señor Barrios y hasta del mismo Presidente García -que ya parece un inimputable- cuando dice que si el narcotráfico aportó $5 mil dólares para su campaña política del 2005 habrá que devolvérselo. Lo que significa que cualquier partido puede recibir dinero de las drogas ¿y después lo puede regresar con un gesto irónico? Una vergüenza para el partido de la estrella que terminará como Keiko haciendo polladas para devolver de los $5 mil dólares que en realidad son $25 mil porque la camioneta valía la diferencia y a eso no se refirió Alan para regresarle a los Sánchez Paredes.

Vivimos repitiendo el mismo rollo que es más viejo que andar con los pies:


-¡Corrupción!


-Ah… sí, sí, eso siempre va haber.

Y por qué nos quejamos después. Los pueblos tienen los gobernantes que se merecen. A dónde iremos a llegar; al infinito de la ignorancia sumisa y al desconsuelo, al sufrimiento, la infelicidad postrada en el interior de cada uno de los sobrevivientes. Palos de ciego, como siempre. Y a pesar que lo escribimos terminamos como esos fantasmas extraños que dan miedo. Es una maldición, como el catoblepas poético: uno se consume; se come a sí mismo.



1 comentario:

  1. Hola EFraín, bienvenida tus crónicas se hacían extrañar, la razón de la ausencia es sumamente entendible por las experiencias propias de un recién casado, pero creo que vale la pena, porque algo aprendemos siempre en esta vida.
    Quiero rescatar la última parte de tu extensa crónica, es cierto los pueblos pueden tener los gobernantes que se merecen, pero esto es culpa de quienes teniendo la capacidad de hacer magisterio político no lo hacemos y si lo hacemos vemos que muchas veces es insuficiente. Nuestro país, tiene este 10 de abril la posibilidad de cambiar su destino, pero es necesario que te pongas en primera fila con tus opiniones al frente de los microfonos, sino después no nos quejemos de la clase de gobernantes que tenemos. Termino como empeze, bienvenido y deja la casa para la señora, sin que eso signifique que dejes de planchar, lavar el arroz menos de bañar el perro.

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